Por Laura Gutman
A la mayoría de las mujeres nos resulta muy arduo lidiar con la continuidad de nuestro trabajo y con la crianza de los niños al mismo tiempo. No es que esto sea imposible, es que depende de dónde hemos desplegado nuestra identidad antes de arribar a la maternidad. Trataré de explicarlo.
Hoy en día las mujeres hemos conquistado las calles. La era industrial y la entrada al Siglo XX, nos han abierto las puertas para acceder al mundo del trabajo, las universidades, las profesiones, el dinero, la política, el deporte y el pensamiento independiente. Tal vez las mujeres más jóvenes lo sientan como algo natural, pero las más maduras sabemos que es un merecimiento histórico tardío. La realidad es que las mujeres hemos sido obligadas a desarrollar aspectos emocionales, vinculares y de comunicación más acordes a la energía masculina, para adueñarnos de un lugar en el mundo externo. Y lo hacemos cada vez mejor. Así, a lo largo de las últimas dos o tres generaciones, las mujeres hemos sido finalmente miradas, reconocidas y apreciadas en ese lugar bien visible: el trabajo o el ámbito social. A partir de allí sentimos que comenzamos a existir. No es poca cosa.
Simultáneamente, bien lejos de esas sensaciones cargadas de adrenalina, cigarrillos y café, subsiste cada tanto ese misterioso deseo de engendrar hijos. A veces de un modo tan inconciente que el embarazo aparece sin haberlo llamado a nuestra vida. Pero un día allí está. Puede convertirse en un instante mágico que nos potencia y nos hace florecer. Nos ilusionamos con ofrecer al futuro hijo todo lo que no hemos recibido en nuestra infancia. En el mejor de los casos nos preparamos. Damos a luz. Y de un día para el otro nuestra vida da un vuelco, a veces de un modo no tan dichoso como habíamos imaginado. El niño nos sumerge en un mar de tinieblas, nos arroja al destierro lejos del mundo donde suceden las cosas interesantes, perdemos el tren de lo que habíamos asumido que era la verdadera vida. Desaparece el mundo social, el tiempo, las conversaciones entre adultos, el dinero, la autonomía, la libertad, en fin, desaparecemos como individuos valorados por los demás. Justamente, sentimos que dejamos de existir.
Allí aparece una enorme contradicción interna sin que tengamos verdadera conciencia de ello. Amamos a nuestros bebes pero deseamos escapar del infierno. Queremos criarlos con amor pero necesitamos desesperadamente volver a ser nosotras mismas.
Nuestro “yo” se perdió entre los pañales.
El malentendido que compartimos las mujeres modernas es creer que nuestro “yo” está sólo en el trabajo. A decir verdad, una parte de nuestro ser efectivamente se ha desarrollado allí. Pero otra parte de nuestro ser interior está escondido y permanece irreconocible para nosotras mismas. No lo hemos alimentado y tampoco lo hemos entrenado para convivir con nuestras otras partes tan codiciadas y aplaudidas. Por eso, esa porción de “yo” está desencajada. No hay público que la valore ni que la admire. A veces ni siquiera hay quien la tolere.
Ese es uno de los motivos por los cuales -más allá de las necesidades económicas o los compromisos laborales asumidos antes del nacimiento del niño- regresaremos al trabajo velozmente bajo todo tipo de pretextos que serán avalados por toda persona responsable y seria. El trabajo nos salva. Nos devuelve la identidad perdida. Nos coloca en un estante visible y ordenado a la vista de todo el mundo. “Somos” empleadas, secretarias, abogadas, redactoras, cuidadoras, médicas, ingenieras, bailarinas o cocineras. Poco importa. El hecho es que “somos” algo que tiene nombre y lugar para coexistir en la sociedad.
Ahora bien, el niño ha quedado en muchos casos, insatisfecho. No tanto por las horas que las madres estamos ausentes. Si no a causa de la carga de identidad, valoración y deseo que las madres ponemos cada día en ese “afuera” salvador y dador de identidad. Está claro que “afuera” logramos “volver a ser” y “adentro” con el niño en brazos y solas, nos tornamos invisibles.
Por eso solemos creer que la maternidad y el trabajo son incompatibles en cierto sentido. O mejor dicho, creemos que si esperamos ser excelentes madres, será a costa del trabajo donde perderemos beneficios y crecimiento a causa del tiempo que nos insume la dedicación al niño. Y si queremos ser excelentes trabajadoras, dedicadas y con la energía dirigida al ámbito laboral será a costa de un vínculo más pobre con el niño pequeño o bien delegando su crianza en otras personas.
Es una encrucijada que compartimos hoy en día las mujeres que tenemos niños pequeños. El desafío está en la capacidad de construir una profunda conexión emocional con el niño y con la totalidad de nuestro “yo interior”, teniendo en claro que la identidad tendremos que reformularla en base a nuestros recursos emocionales. Es de adentro hacia afuera. En ese caso, tal vez sea posible seguir trabajando, si es nuestro deseo o nuestra necesidad, sin que el niño tenga que pagar los precios del abandono emocional. La diferencia reside en utilizar el trabajo como refugio o salvación ante nuestra discapacidad para entrar en relación afectiva con los hijos, o bien en desplegar nuestra nueva identidad de madres en la invisibilidad de la vida cotidiana con los niños pequeños sin lastimar el vínculo con ellos, trabajemos o no.
Concretamente, no es el trabajo en sí mismo lo que nos impide ahondar en la relación afectiva con nuestros hijos, sino nuestra capacidad o discapacidad emocional.
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