miércoles, 14 de noviembre de 2012

POR UN NACIMIENTO SIN VIOLENCIA

Este texto ha sido tomado del libro ¨La Forma Humana¨ de Alberto Díaz Goldfarb y Liliana Elsa Luque, Pluma y Papel Ediciones, 2001, Buenos Aires, Argentina.
Digitalizado por Germana Martin y Omar Pereira para Palabra Chamánica.
Aquí el link.

Frederick Leboyer nació en la primera década del siglo XX.
Médico obstetra francés, graduado en la Universidad de París. Recibió la llegada al mundo de más de diez mil bebés, observó y estudió las prácticas de parto en diferentes culturas. Esto lo lleva a formularse las siguientes preguntas:
¿Por qué un niño debe venir de la tranquila oscuridad de la madre a un tormento de luces brillantes?
¿Por qué debe un niño respirar por primera vez con miedo, colgando de su espina dorsal, cabeza abajo?
¿Por qué un niño debe ser inmediatamente separado de su madre si está durante nueve meses dentro de su cuerpo que lo contiene?
La publicación de su libro llamado ¨Por un nacimiento sin violencia¨, promueve una lenta, pero progresiva revolución, que insta a tener en cuenta el proceso del nacimiento desde el punto de vista del niño.
En la primera parte de esta obra, intenta, utilizando los símbolos del lenguaje de un modo un tanto poético e impactante, aproximarnos a la vivencia del nacimiento tal como la experimenta el bebé.
En la segunda, muestra en forma persuasiva cómo pequeños cambios en el modo de recibir a los bebés, tienen gran alcance para cambiar la calidad de vida del hombre, tanto física, emocional y espiritual.
El autor nos invita en su libro, a acercarnos al mágico momento del nacimiento del siguiente modo:


¨¿Decís que no habla el recién nacido?
Venid, contempladle.
¿Hacen falta más comentarios?
Esa frente trágica, ojos cerrados, cejas arqueadas, preñadas de dolor...
Esa boca herida por el llanto, esta cabeza levantada hacia atrás que pugna por escapar...
Esas manos, ora tendidas y suplicantes, luego a la cabeza, ese ademán de calamidad...
Esos piés que patalean furiosamente, esas piernas encogidas para proteger su frágil vientre...
Esta carne, presa de espasmos, sobresaltos, sacudidas...
¿No dice nada el recién nacido?
Es todo su ser el que nos grita, su cuerpo entero el que nos brama:
¨¡No me toques! ¡No me toques!¨
al mismo tiempo que implora, suplica:
¨¡No me abandones! ¡Por favor, ayúdame!¨
¿Existe otra llamada más desgarradora?
Y esta llamada que siempre ha lanzado el niño a su llegada, ¿quién la comprende, quién la escucha, quién simplemente le oye?
Nadie.
¿No hay aquí un gran misterio?
¿No habla el recién nacido?
No, no. Somos nosotros quienes no le escuchamos.¨...
(Leboyer, Frederick, ¨Por un nacimiento sin violencia, Ed. Daimon, Barcelona, España, 1974, pags. 17, 22 y 23)



Opina, al igual que como se dijo ya hace mucho tiempo, que nacer es sufrir y que el verdadero horror de nacer, es la intensidad, la inmensidad de la experiencia, su sofocante riqueza.
Contrario a quienes dicen que el recién nacido no siente nada, Leboyer expresa que el bebé lo siente todo.


¨Todo, absolutamente, sin elección, sin filtro, sin discriminación. La enorme marejada de sensaciones que le arrastra al nacimiento sobrepasa cuanto podamos imaginar los adultos. Es una experiencia sensorial tan amplia, que ni siquiera podemos concebirla. Los sentidos del recién nacido funcionan, ¡y de que manera! Poseen la agudeza, el frescor de la juventud. ¿Qué son nuestros sentidos comparados con los de un animal? Proporcionalmente, nuestra piel sería casi tan sensible como la de un cocodrilo o un rinoceronte.¨...
(Leboyer, Frederick, Op. cit., pág. 32)


Como las sensaciones no están aún organizadas en percepciones ligadas entre sí, se hacen más fuertes, más intolerables.
Contradice las teorías que expresan que el recién nacido no ve, que es ciego. Fundamenta que si ver es componer imágenes mentales partiendo de lo que captan los ojos, entonces el recién nacido no ve. Pero si ver es percibir la luz, entonces el bebé sí ve, y muy intensamente.


¨De pronto, ese pequeño ser de vista tan delicada, es expulsado de su caverna oscura. Sus ojos, expuestos a la cruda luz de la sala. El niño lanza su grito desgarrador. No es para menos. Acaban de quemar sus ojos.¨...
(Leboyer, Frederick, Op. cit., pág. 34)


¨¡Desdichada criatura, el recién nacido! Cierra los ojos... ¿de qué le sirve la frágil, la transparente barrera de sus párpados?
¿Ciego el recién nacido?
¡Cegado!¨...
(Leboyer, Frederick, Op. cit., pág. 35)


El recién nacido tiene la piel fina, casi sin epidermis, Leboyer compara la sensibilidad de este estado como a la de una quemadura.


¨El infierno es lo que atraviesa el niño para llegar hasta nosotros. Pues este fuego que asalta al bebé por todas partes, que abrasa su piel, quema sus ojos, esta lumbre, penetra en su interior hiriéndole con furia lo más profundo de sus carnes.
Ascuas, insufrible quemadura es la herida que el aire le produce al henchir sus pulmones. Los ojos del bebé son sensibles, su piel es sensible. Sus mucosas lo son mucho más todavía.
El aire que penetra y barre la tráquea, que despliega los alvéolos, causa el mismo efecto que un ácido vertido en una llaga.¨...
(Leboyer, Frederick, Op. cit., pág.38)


¨Mordido en sus entrañas, todo su ser agita.
Todo en él se estremece, se horroriza, se crispa.
Todo se cierra, rechaza, escupe.
Todo trata de enfrentarse al enemigo.
¡Y se produce el llanto!
El primer llanto que representa un hito, que celebra el comienzo de una nueva vida.
Este llanto es un ¡NO!, un vehemente reproche, una protesta del alma. Un sollozo desesperado como impotente, porque ¨es necesario¨.
Es necesario respirar una vez, y otra y otra. Y quemarse las entrañas más y más, y más.¨...
(Leboyer, Frederick, Op. cit., pág. 39)



El niño recién nacido, está loco de angustia, en un paroxismo de confusión y abatimiento, de aflicción. Cuando le toman de los piés, cabeza abajo, le invade un nuevo vértigo, nuevo horror; luego le ponen colirios en sus ojos y aunque se resista cerrándolos, el líquido abrasador llega lo mismo.
El temblor, el hipo, la fatiga no le desaparecen, ocurre entonces algo extraordinario:


¨... ahíto de lágrimas, de ahogos, de penas, el bebé se evade.
No se marcha lejos.
Sus piernas no le ayudan.
Pero se hunde en sí mismo.
Se repliega.
Se hace un ovillo,
se acurruca.
Flexiona los brazos, las piernas.
Recobra la posición fetal.
Simbólicamente se refugia en el útero.¨...
(Leboyer, Frederick, Op. cit., pág. 51)


¨Nacer es así.
Este es el suplicio, el calvario, el tormento de un inocente que no sabe hablar.
¡Creer que de un cataclismo así no va a quedar ningún vestigio!
¡Qué candidez, qué simpleza!
Por doquier veremos sus huellas en la piel, en los huesos, en el vientre, en la cabeza,
en la locura,
en nuestra enajenación, nuestras torturas; en la servidumbres nuestras,
en las leyendas, en las epopeyas
y en los grandes mitos.¨...
(Leboyer, Frederick, Op. cit., pág. 52)


Todo cuanto se ha dicho, es terrorífico, el autor expresa que somos los adultos quienes debemos aprender a recibir en mejores condiciones al recién nacido, por ejemplo, empezando con la vista, en la sala de parto, es innecesario tener reflectores, o por lo menos es innecesario en el momento mismo que el bebé está saliendo.
Resalta como importante:


- La penumbra, es lo ideal en este momento y es preferible que la madre descubra a su hijo, primero por el tacto, que sienta sus formas antes de verlo, que sienta la emoción de la carne en sus manos, no a través de su juicio mental, que abrace a su bebé antes de contemplarlo.


- Se debe hablar en susurros, sus oídos son sumamente sensibles, los ruidos los hieren fácilmente.


- Se debe estar ahí, dado que los adultos estamos siempre en otra parte, en otro momento, en el pasado o en un proyecto futuro, debemos lograr estar ahí, con una atención apasionada.


¨Al venir al mundo, el recién nacido cae en el reino de los opuestos, donde todo es bueno o malo, alegre o triste, agradable o desagradable, seco o mojado... Descubre entonces los contrarios, tan antagónicos como inseparables.
¿Cómo penetra el niño en este reino de los contrarios?
¿Mediante sus sentidos? No, esto se producirá más tarde.
El niño llega a este reino por su respiración. Al inspirar el aire por primera vez, pisa un umbral. Y lo franquea. Ha entrado.
Inspira. Y de esa inspiración nace su opuesto: la espiración.¨...
(Leboyer, Frederick, Op. cit., pág. 74)


El autor expresa que hasta ese momento la sangre circulaba por el cordón, ahora, se aventura hasta los pulmones. Al respirar, al oxigenar la sangre por sus propios medios, se afirma a sí mismo.
Al nacer, el niño es mantenido con el cordón mientras éste late, es así oxigenado por dos vías; mientras una va sustituyendo a la otra, el cordón, late con fuerza unos cuatro o cinco minutos. Oxigenado por este cordón, sin peligro de anoxia, el niño puede irse adaptando a la respiración pulmonar sin peligro y sin daño. El niño así, casi no llora, no es presa del pánico de verse privado de oxígeno. El niño grita, por el ardor del aire en los pulmones, generalmente se hace una pausa, sigue respirando por el cordón hasta que nuevamente lo intenta, vacilante, prudente, con frecuentes pausas, se toma su tiempo, porque respira por el cordón, y de la quemadura, soporta el tiempo que tolera.


¨Al nacer un niño ¿es preciso que grite?
Sin duda.
Mas el llanto, el sollozo, no están justificados.¨...
(Leboyer, Frederick, Op. cit., pág. 83)


Sólo entonces, cuando el cordón ha cesado de latir, se secciona. Cada bebé, posee ya su carácter, su personalidad:


¨Los hay que apenas salidos, se estiran audazmente, arquean el busto hacia atrás, con los brazos extendidos.
Son niños fuertes. Se instalan como reyes en su nuevo dominio. Su columna vertebral se endereza de repente, como un arco tendido con fuerza, al soltar la flecha.
Ocurre a veces, que turbados por la violencia del choque, asustados de su propia osadía, dan marcha atrás, se repliegan, se cierran.
Otros, hechos un ovillo al principio, van abriéndose progresivamente.
Abordan con prudencia su aventura.¨...
(Leboyer, Frederick, Op. cit., pág. 88)


¨La cabeza es mejor no tocarla. La tienen extremadamente sensible, puesto que ha jugado la peor parte en el infernal drama del nacimiento. Tuvo que abrirse camino con ella. El menor roce despertaría dolorosos recuerdos.¨...
(Leboyer, Frederick, Op. cit., pág. 92)


El autor opina que al nacer el niño debe ser colocado sobre el vientre de la madre, con la columna vertebral sin extender, de costado. La columna estuvo mucho tiempo doblada, debe enderezarse de a poco. Luego, debe ser llevado al agua, a 38 o 39 grados, a medida que el bebé se hunde, la pesantez se anula. El niño pierde otra vez el cuerpo que le abruma, ese cuerpo nuevo y su secuela de angustias.
Cuando el niño emerge, nuevamente le aguarda la gravedad. El peso de su propio cuerpo, y es posible que nuevamente se le introduzca, para que se vaya acostumbrando de a poco a todo lo nuevo.


¨Para evitarle el miedo al recién nacido es preciso irle desvelando el mundo con lentitud infinita, de un modo muy progresivo. Y no proporcionarle más sensaciones nuevas que aquellas que pueda soportar y asimilar.¨...
(Leboyer, Frederick, Op. cit., pág. 154)


¨Asimimo, cada niño nos llega con su temperamento, su carácter, su herencia y su destino.
Cada uno reacciona a su manera. Y es asombroso comprobar hasta que punto es único y diferente.
Pero lo cierto es que aún siendo cada uno único y diferente, todos los recién nacidos pasan por las mismas etapas que conducen de lo cerrado a lo abierto, del repliegue sobre sí mismo al contacto con el mundo.
Camino que cada bebé recorrerá a su manera.¨...
(Leboyer, Frederick, Op. cit., pág. 160)


¨Vivir es respirar libremente. No con el tórax solamente. Sino también con el vientre, con los flancos, con la espalda.¨...
(Leboyer, Frederick, Op. cit., pág. 163)


¨Para que todo viva y respire libremente se precisa un espinazo recto, una columna vertebral libre. Y ligera, dinámica, flexible.
¿Se ha dicho que los enfermos mentales son incapaces de efectuar una inspiración profunda?
Basta el menor bloqueo a lo largo de la columna vertebral, para que la respiración se altere, y con ella la vida.
Ahora bien. En el momento de nacer es cuando se organiza la respiración. Y sus futuros bloqueos.
Esta organización, esa estructura quedan selladas para siempre.¨...
(Leboyer, Frederick, Op. cit., pág. 164)

A partir de la divulgación de su libro, llega a Occidente una técnica de masaje para el bebé, hoy internacionalmente conocida bajo el nombre de Shantala.
Shantala es el nombre de una joven mamá que masajeaba naturalmente a su hijo en las calles de Kerala, una población ubicada al sur de la India. Frederick Leboyer, quedó impactado y maravillado frente a esta práctica y se dedicó a observarla detenida y respetuosamente.
Este masaje-caricia es un arte antiguo, simple y profundo; es mucho más simple que un masaje. Es un encuentro entre dos seres que se comunican a través de la mirada, del contacto y a través de las manos de quien lo imparte (habitualmente es la mamá o el papá). El bebé recibe así el alimento afectivo, ya que no sólo su panza necesita alimento, toda su piel, todo su ser está sediento de amor, de caricias.
Este masaje permite que la energía de la mamá y el bebé circulen, se intercambien y armonicen. El bebé así recupera aquellas primeras sensaciones que tenía dentro del vientre de su madre, ese movimiento que acariciaba su piel dándole paz y contención. Ahora, afuera de la panza, serán las manos de la madre las que le van a transmitir calor, seguridad, contención, ritmo, movimiento y energía. El masaje los ayudará a mantener la unión inicial.
Teniendo en cuenta que éste es un momento de unión y comunión muy especial, es importante crear condiciones adecuadas para el encuentro. El lugar deberá ser confortable y ventilado, puede ser una habitación cálida o en días templados al aire libre. Es conveniente un espacio silencioso y tranquilo ya que el diálogo se dará a través de la mirada, el tacto y la energía.
Es conveniente untarse las manos con un aceite natural, preferentemente vegetal antes de comenzar el masaje. La técnica es de una gran precisión y tiene una secuencia que es necesario respetar para descargar y luego armonizar todo el cuerpo del bebé. Es recomendable hacer seguir la sesión de Shantala de un baño, dejando al niño flotar; el agua completará el efecto placentero y relajante del masaje.


¨Lentamente aprenderemos a disfrutar del lenguaje del silencio. El silencio ayuda a la concentración y a aprender a comunicarse de otra manera. Al bebé le hablaremos todo el tiempo sin palabras, con las manos, con los ojos, con todo el ser. Hay que dejar que fluya ese lenguaje que será cada vez más íntimo, más profundo. Esto es algo que habitualmente nos cuesta ya que estamos acostumbrados a hablar con palabras pero a medida que ambos, mamá y bebé comparten este lenguaje de las caricias a través del masaje, las palabras se vuelven innecesarias y ambos disfrutan de las sesiones naturalmente en silencio.
Las manos suaves y ligeras al comienzo irán pasando lentamente la fuerza, sin hacer fuerza. Uno se transforma en un instrumento, un medio que deja pasar la energía con suavidad y firmeza, con una actitud distendida, abierta y atenta. Dejando las manos relajadas, cuanto más distendidas estemos, tanto mejor pasarán la fuerza y la ternura. Hacer una breve relajación, una respiración profunda que nos ayude a conectarnos con nuestro interior suele ser un buen comienzo.
El Shantala produce un clima especial en el ambiente, quien ha presenciado una sesión lo siente. El bebé ser relaja y la madre también. El encuentro entre las miradas, la sincronización de los ritmos mutuos, la sintonía que se produce no deja de maravillarme.
Siento que hay algo mágico en cada encuentro, como si el tiempo se detuviera a medida que el masaje se va haciendo más lento y profundo. Se vuelve fácticamente observable esa simbiosis, esa unión, esta unidad mamá-bebé, que tantos han descripto teóricamente.
La sensación es que la mamá y el bebé forman un todo, por unos minutos son un todo.
Es muy gratificante para mí transmitir este saber, ya que si bien estoy fuera de esta unión recibo una energía que distiende, que transmite una serena paz y alegría.
Quien lo da recibe también los beneficios del masaje. Por lo que habitualmente, tanto la madre como el bebé, terminan muy distendidos y calmos. Es una ida y vuelta.¨
(Villén Mariana, Revista Mamando)