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lunes, 28 de marzo de 2011
Obediencia o sentido común
Tenemos muy arraigado el concepto de obediencia, porque casi todos quienes somos adultos hoy, hemos sido criados en base al sometimiento a los deseos o necesidades de alguien más poderoso. El más débil obedece al más fuerte que emite órdenes sobre cómo vivir, comportarse, comer, dormir o relacionarse. Si hemos obedecido como corresponde a los mandatos de otros individuos -generalmente nuestros padres- es posible que nos hayamos acomodado desde muy pequeños a sus necesidades o su moral y por lo tanto hemos obtenido beneficios. El más importante es haber sido aceptados. Hasta ahí, las cuentas dan bien. Sin embargo, hay algo sutil que sucede mientras somos niños, que es imperceptible pero opera a cada instante, que es la pérdida de nuestro pulso básico mientras hacemos grandes esfuerzos para adaptarnos a la modalidad de los mayores. Se desvanece esa voz interior que nos guía y que nos hace únicos. Extraviamos la autenticidad para situarnos en este mundo, en armonía con “eso que somos”. Y así perdemos sin darnos cuenta, el sentido común, que en nuestra sociedad es el menos común de los sentidos. Nos quedamos sin esa brújula interna que nos alumbra para indicarnos lo que nos compete y lo que no, lo que nos hace bien o nos hace mal, lo que encaja con nuestra personalidad o lo que nos lastima. Después de años de esfuerzos para acomodarnos a aquello que les conviene a los demás, hemos dejado de ser convenientes para nosotros mismos. Entonces estamos en peligro. En primer lugar, porque nuestros padres -mientras no sean molestados- no registran que haya algún problema. En segundo lugar, porque el rencor, la soledad, la rabia y el desamor crecerán en nuestro interior, y alguna vez ese cúmulo de sensaciones negativas, explotarán. Desde el punto de vista de los adultos, imponemos a nuestros hijos obediencias desmedidas y alejadas del ser esencial de cada uno de ellos, perpetuando un desastre espiritual colectivo. Tengamos la humildad de no pretender que nadie nos obedezca. El único que debe ser obedecido, es el corazón. Laura Gutman.
Etiquetas:
Crianza,
Laura Gutman
martes, 1 de febrero de 2011
Patriarcado, represión sexual y partos dolorosos
Las mujeres llevamos varios siglos de historia sumidas en la represión sexual. Esto significa que hemos considerado al cuerpo como bajo e impúdico, a las pulsiones sexuales malignas y a la totalidad de las sensaciones corporales, indeseables. ¿En qué momento aprendemos que no hay lugar para el cuerpo ni el placer? En el mismísimo momento del nacimiento. Segundos después de nacer, ya dejamos de ser tocados. Perdemos el contacto que era continuo en el paraíso uterino. Nacemos de madres reprimidas por generaciones y generaciones de mujeres aún más reprimidas, rígidas, congeladas, duras, paralizadas y temerosas de acariciar. Entonces el instinto materno se deteriora, se pierde, se desdibuja.
En este contexto, las mujeres con siglos de Patriarcado encima, alejadas de nuestra sintonía interior, no queremos parir. Es lógico, ya que nuestros úteros están rígidos y así duelen. Nuestro vientre está acorazado y nuestros brazos se defienden. No hemos sido abrazadas ni acunadas por nuestras madres, porque ellas no han sido acunadas por nuestras abuelas y así por generaciones y generaciones de mujeres que han perdido todo vestigio de blandura femenina. Por eso cuando llega el momento de parir nos duele el cuerpo entero por la inflexibilidad, el sometimiento, la falta de ritmo y de caricias. Odiamos desde tiempos remotos nuestro cuerpo que sangra, que cambia, que ovula, que se mancha y que es inmanejable.
Es importante tener en cuenta que además del sometimiento y la represión sexual histórica, las mujeres parimos en cautiverio. Desde hace un siglo -a medida que las mujeres hemos ingresado en el mercado de trabajo, en las universidades y en todos los circuitos de intercambio público- hemos cedido el último bastión del poder femenino: el parto. Ya no nos queda ni ese pequeño rincón de sabiduría ancestral femenina. Se acabó. No hay más escena de parto. Ahora hay tecnología. Máquinas. Hombres. Tiempos programados. Drogas. Pinchaduras. Ataduras. Rasurados. Torturas. Silencio. Amenazas. Resultados. Miradas invasivas. Y miedo, claro. Vuelve a aparecer el miedo en el único refugio que durante siglos permaneció restringido a los varones. Resulta que hasta esa cueva íntima, hemos abandonado. Haber entregado los partos fue como vender el alma femenina al diablo. Ahora nos toca a las mujeres hacer algo al respecto, si nos interesa recuperar el placer orgásmico de los partos y si asumimos el poder que podemos desplegar en la medida que los partos vuelvan a ser nuestros.
Laura Gutman. Link
En este contexto, las mujeres con siglos de Patriarcado encima, alejadas de nuestra sintonía interior, no queremos parir. Es lógico, ya que nuestros úteros están rígidos y así duelen. Nuestro vientre está acorazado y nuestros brazos se defienden. No hemos sido abrazadas ni acunadas por nuestras madres, porque ellas no han sido acunadas por nuestras abuelas y así por generaciones y generaciones de mujeres que han perdido todo vestigio de blandura femenina. Por eso cuando llega el momento de parir nos duele el cuerpo entero por la inflexibilidad, el sometimiento, la falta de ritmo y de caricias. Odiamos desde tiempos remotos nuestro cuerpo que sangra, que cambia, que ovula, que se mancha y que es inmanejable.
Es importante tener en cuenta que además del sometimiento y la represión sexual histórica, las mujeres parimos en cautiverio. Desde hace un siglo -a medida que las mujeres hemos ingresado en el mercado de trabajo, en las universidades y en todos los circuitos de intercambio público- hemos cedido el último bastión del poder femenino: el parto. Ya no nos queda ni ese pequeño rincón de sabiduría ancestral femenina. Se acabó. No hay más escena de parto. Ahora hay tecnología. Máquinas. Hombres. Tiempos programados. Drogas. Pinchaduras. Ataduras. Rasurados. Torturas. Silencio. Amenazas. Resultados. Miradas invasivas. Y miedo, claro. Vuelve a aparecer el miedo en el único refugio que durante siglos permaneció restringido a los varones. Resulta que hasta esa cueva íntima, hemos abandonado. Haber entregado los partos fue como vender el alma femenina al diablo. Ahora nos toca a las mujeres hacer algo al respecto, si nos interesa recuperar el placer orgásmico de los partos y si asumimos el poder que podemos desplegar en la medida que los partos vuelvan a ser nuestros.
Laura Gutman. Link
jueves, 13 de noviembre de 2008
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